Ni urna, ni palio ni poesía

Crónica del traslado del Dulce Nombre de Jesús a la Casa del Peregrino

Mario Serrano

Ir a un evento en Tepetlixpa encierra mucha secrecía. Uno va encontrando en el transcurso de los días, en los chismes y la expectación, algunos avisos de lo que se espera desde luego, pero no se entenderá el Acontecimiento hasta tenerlo enfrente de la nariz. Esta vez no fue la excepción. Sólo hasta llegar al Santuario uno se percataba de algo suspendido en el aire, algo por demás extraordinario y poderoso, de aquellas cosas que se sabe no volverán a verse muy pronto, cuyo misterio se redondea proporcionalmente porque uno no pensaba que algún día los podría a ver.

Previamente la convocatoria para esta inusual acción de trasladar la imagen del Dulce Nombre de Jesús, de su templo a la Casa del Peregrino, arremetió con todo el poder que puede tener hoy en día la tecnología; una publicación de Facebook se hizo trending topic llamando a todas las organizaciones colectivas del pueblo para que se sumaran al evento a partir de las cuatro de la tarde del día 9 de diciembre del 2017.

Poco antes de las cuatro ya se arremolinaban algunas personas, mayormente señoras y adultos mayores en las bancas que rodean el atrio. La Casa del Peregrino, lugar que ahora fungirá como templo, es una construcción relativamente amplia, en los bajos del atrio, más parecida a una bodega que a una posada, pero se entiende que para esta singular operación, se le hicieron adecuaciones y un remozamiento general. Me asomé brevemente para observar que algunos operarios aún terminaban detalles. Olía a pintura fresca y retumbaba el rechinar de taladros y cables. En tanto, a un lado, en una subdivisión del bodegón, terminaba una boda y los invitados a la misma se confundían con los que esperaban afuera. Después de otear un poco, subí nuevamente al atrio. Todo estaba en pausa. Seguramente la convocatoria había sido aplazada de último momento.

Recorrí el lugar. El atrio tiene una energía propia que me gusta imaginar cómo la facultad de detener al tiempo. Cambia el entorno, se modifican algunas construcciones radicalmente, pero en esencia, el espacio abierto sigue recibiendo y otorgando su fuerza, su impecable vista del paisaje, el atisbo de las alturas. Luego recorrí con la vista al Santuario. El terremoto del pasado 19 de septiembre dañó esencialmente el muro norte, con una grieta horizontal que prácticamente recorre toda la construcción; las torres presentan fracturas en sus bases y en las columnas. Ciertamente hay un grave riesgo estructural. En ese instante, un cierto parloteo llama mi atención. Un mudo explicaba con lujo de detalles el porqué de lo que iba a suceder. Les explicaba a unos hombres que el temblor había dañado las torres. Movía las manos horizontalmente, con vehemencia, “así, así se movieron, fíjense”. Sus manos eran más expresivas que las palabras: izquierda, derecha, fuerza, violencia, así se movió, casi se cayeron por los suelos. El templo estaba dañado y era urgente sacar a la imagen, para protegerla, para remozar su casa. Los hombres, entendidos, le decían que sí con la cabeza. El mudo se dio la vuelta y siguió de largo por el lugar. Igual que las campanas, que enmudecieron a la fuerza, la explicación de este hombre era solemne y apropiada a lo que sobrevendría.

Bien pronto dieron las cinco y el ambiente se fue cargando. La ansiedad individual cobrando forma, sumándose a otras ansiedades más o menos filosas, más o menos desesperadas. Un joven, menos de treinta años, toma su teléfono: “¿Bueno?, sí; soy yo. Es que fíjate que pasamos aquí al Santuario y ves que dijeron que iban a bajar al Señor. Pero dicen que va a ser hasta las seis, así que nos vamos a esperar, lo que sea necesario.” Me levanto de mi propio asiento para cruzar el atrio, para buscar un poco de sol en este cada vez más gélido atrio. Ahora es una pareja de jovencitos, que recién se estrenan como papás: “¿Bueno?, ¿tía? Soy yo. Pues ya estamos aquí arriba, en el atrio. ¿No va a venir?, dicen que va a salir a las seis, ¡todavía les da tiempo llegar!”.

La ansiedad es una cobija de lana que se sabe urgente pero resulta muy pesada en los pies. Flotando suavemente, retorciéndose en el asfalto para inmediatamente inundar el viento frío, la ansiedad también espolea. En un momento la entrada del Santuario se llenó de personas. Mientras tanto los mayordomos cruzaban afanosamente llevando todo tipo de objetos del Santuario a la Casa del Peregrino, una mesa, un mantel, algunos floreros. La imagen desde su lugar, observaba impertérrita.

Cerca de las seis el cotilleo era una forma de combatir al nervio. Los rostros de los asistentes se buscaban, lanzando preguntas sin respuestas, tratando de ser ecuánimes o incluso divertidos. Ahí estaba para decirlo pronto, el eterno carrito de helados de La Cumbre, siempre presente en todo tipo de aglomeraciones; pero esta vez la congregación no compraba. Ni un cuatito o un dorado, mucho menos las consabidas bolsitas de papas ni nada. Alguno que otro comprador pero como excepciones confirmando la regla. ¿Temor reverencial, miedo al equívoco? En realidad no lo sé, pero sin duda, requerían tener todos los sentidos alerta. Se exigía tener todo el cuerpo alerta.

Y por vía de la alerta, la contención. En las grandes aglomeraciones, cuando hay un indicio de que ya va a comenzar el evento, las personas corren, se avientan y meten el codo para buscar el mejor lugar; esta vez sin embargo, todos tranquilos, atentos por supuesto a la señal que marcara el inicio pero sin exaltarse. No creo mentir si digo que en pocas veces he visto comportamientos como este y que cada quien eligió el lugar para poder ver de acuerdo a un principio íntimo, personalísimo de su idea y sentir respecto a la imagen. Al poco rato, los asistentes ya formaban un cerco delante de las escaleras de entrada al templo. Sin duda estaba a punto de comenzar. Por la bajada de la calle 5 de febrero también se ocupaban las banquetas y se compartía la expectación. ¡El Señor, el Dulce Nombre de Jesús estaba por salir a la calle!

Cuando me documentaba para escribir mi libro sobre Tepe di con un periódico del siglo XIX que informaba sobre nuestra Fiesta. En efecto, las autoridades de Chalco recibieron denuncia de que el 24 de enero de 1874 se había realizado una procesión contraviniendo a las leyes en la materia que prohibían realizar cualquier culto religioso fuera de los templos. En esa ocasión, recuerdo que sentí una gran emoción porque la nota aludía sin duda a uno de los recorridos que tantas veces me habían contado los abuelos de este pueblo, a saber: que cuando iba a comenzar la fiesta, se retiraba de la Parroquia a la milagrosa imagen del Dulce Nombre de Jesús para que fuera a “pasar su fiesta” en la capilla de Panchimalco, consagrada a la Virgen del Carmen. La historia completa todos la sabemos más o menos en los mismos términos. Cuando la imagen llegó a nuestro pueblo se quedó para siempre en la Capilla, pero luego, conforme fueron construyéndole su propio templo, se depositaba solemnemente en la Parroquia y solo salía de ahí durante enero.

En fin. El dato del periódico, hasta ahora mi parece muy importante porque permite conocer en una fuente escrita un poco de la historia oral de nuestra Festividad. Pero el dato, con todo y la elocuencia que uno quiere darle, pasa por ser una mera fecha, un simple registro. Entonces, uno debe voltear la vista a un razonamiento clave que nos salve de afanes escrupulosamente historicistas: la magia de las tradiciones radica en que no importa ni el tiempo que lleven realizándose, ni la existencia de datos concretos; además de sus valores y la identidad, una tradición vale por la fuerza que engloban, por encarnar la espiritualidad de las comunidades.

Mientras comenzaba todo, pensé en otras ideas. Para lo que iba a suceder no valen los grandes argumentos que expliquen las razones de un suceso, sino por el contrario, se debe estar a la profundidad que una manifestación del fervor popular puede encerrar.

La imagen saldría en cuestión de minutos y el imaginario no discutía sobre asuntos inteligentes, sino que redondeaban un sentimiento más grande, más bello. Estarían por ver justamente lo que se ha contado de padres a hijos, de abuelos a nietos, en la cadena más hermosa de la oralidad de este pueblo, porque no hay familia que no conserve sus propios matices, sus propios datos personalísimos de la historia por todos conocida: la imagen que llegó de la ciudad, camino a Morelos, y que al quedarse a descansar en Tepetlixpa no quiso irse jamás.

Este evento sin duda alguna pasará a ser un dato valiosísimo para la cronología futura de Tepetlixpa, pero, aunque muchos asistieron con esta idea testimonial, el significado de estar presentes en acontecimiento tan señero en realidad correspondió al buscar ese fervor, esa fuerza y esa belleza de la que hablo arriba. No del testimonio de descargo, del que cuestiona, sino que, al estar ahí, en la entrada del templo, iban a presenciar justamente lo que sus ancestros vieron; se iba a ser un viaje por la historia para observar, como la tradición nos ha heredado, el momento inigualable en que la imagen saldría del templo.

El señor nuevamente caminaría por las calles.

Unos minutos antes de las seis todo anuncia que por fin va a comenzar el traslado. Los mayordomos corren literalmente por el atrio, las personas se desperezan y comienzan a formar un corro. El grupo de chinelos también ha llegado y están expectantes, sin saber bien a bien cómo o dónde estarán. Luego, en un pestañeo, los mayordomos ya están enfrente de la puerta. Se colocan en su habitual fila doble para presentarse ante la imagen. Aquí se sigue paso a paso un pequeño ritual que muchas personas de Tepetlixpa han visto, puesto que se siguen hasta el momento las pautas de cuándo se cambia la túnica. Solo que, como después me apunta el maestro Javier Valencia, en esta ocasión el rito es abierto y masivo, pues usualmente, el cambio de túnica se hace a puerta cerrada, con algunos pocos fieles que logran permanecer dentro del templo. Para muchos, que solo han conocido de oídas el evento, todo se anuncia magistral y grandilocuente. Hay cierta música tocando a fondo, lo mismo que unos rezos tan lentos como salmodia, pero mi percepción es que cualquier música queda opacada por la enorme espiritualidad que ya envuelve al lugar.

Hace justamente cien años, el historiador de las religiones Walter Baetke, sostenía a contracorriente de lo que hasta entonces dominaba el pensamiento de sus colegas, que lo sagrado está en el centro de una comunidad religiosa, pero qué es la lengua quien determina en último lugar, el sentido de lo sagrado. La esencia y sentido de lo sagrado son puestos en evidencia gracias al lenguaje religioso. Lo que Baetke y colegas no explican es que el sentido de lo sagrado no tiene una lengua exclusiva, y que una comunidad puede responder a lo sagrado de forma más profunda a través de su propia conciencia, de su sentir personalísimo, de su inconsciente colectivo. Es decir, que no se necesitan libros, instituciones, palabras, lenguajes, tecnicismos ni abalorio alguno que no pueda explicar la propia emotividad del ser humano cuando está frente a una fuerza más grande que él. No se trata de nomenclaturas ni de ideologías o creencias sino de un espíritu que ha recorrido la historia de la comunidad, poniendo énfasis en la fuerza que moviliza. Frente a ese sentimiento de lo sagrado, manifestación de una espiritualidad colectiva, de nada sirven los razonamientos, los planteamientos, las sugerencias, las medidas de conservación, las ciencias sociales ni la literatura. Si la imagen puede dañarse por la humedad del lugar, si estar en contacto con cierta superficie, si los daños por recibir directamente al aire… si lo que sea, no son argumentos válidos. No porque no pesen desde luego, sino que simplemente no corresponden al lenguaje con el que la comunidad se apropia de lo sagrado, de su sacralidad.

Por otro lado, vale la pena pensar el enorme efecto que produce el que la imagen haya estado guarecida en el templo durante tantos años. No estar expuesta a la vista del público, no dejar que se vean los cambios de túnica ni otros menesteres, envuelve desde luego de un misterio profundo y grandilocuente a todos los pequeños ritos que se desarrollan ahí dentro. Jesús Castañeda Valencia, sacerdote oriundo de Tepetlixpa, me comentaba al final del día que aunque uno puede acercarse a la imagen durante la fiesta, estar prácticamente frente a frente por unos segundos o visitarle durante el resto del año, el hecho de que caminara (aún fuera como sucedió una escasa cuadra) convierte al hecho en una imagen poderosa de la fe; “alegre y triste: porque por un lado es la primera vez que sucede, pero por otro, lo hace en condiciones difíciles, cuando incluso mucha gente ha perdido sus casas”. La secrecía, en definitiva, aumenta los imaginarios de las cosas, envuelve lo espiritual con un manto más profundo y colorido de lo que se puede entender por sagrado. Es interesante pensar, por hacer asociación, que a la caída de México Tenochtitlán el colectivo mexica sintiera profundísimo pesar porque los extranjeros no sólo habían profanado sus recintos sino que además, habían podido observar de tú a tú a los dioses, circunstancia velada para ellos, que los reverenciaban y hacían ofrendas pero nunca de los nuncas los habían podido observarlos directamente pues acceder a ellos solo era prerrogativa de los sacerdotes.

El momento sucedió de golpe, cuando todo el mundo se hizo presente con sus teléfonos celulares, sus cámaras y el más devaluado de los sentidos de hoy día: la realidad en lo que se puede ver. Sin aspavientos, sin empujones, sin una sola pizca de bravuconería o de jolgorio. De inmediato, un dron comenzó a operar para atisbar la toma aérea, y aunque por un momento las miradas se dirigían al aparato y su inconfundible zumbido de insecto, al instante todos volvieron la vista hacia la entrada del templo, sobre el marco de mármol, sobre las puertas batientes, sobre el largo pasillo que se detiene a los pies de la imagen.

Hace frío.

Entonces, después de un siglo de espera, o por lo menos, desde 1874, el aire frío de Tepetlixpa recibe en pleno al Dulce Nombre de Jesús.

Es enorme. No solo por la espectacular altura que alcanza gracias a sus porteadores, sino ante todo, por el semblante que despliega desde su mirada, esa mirada a un tiempo compasiva y redentora del que está sufriendo por ti lo que a ti te correspondería purgar.

A contraluz sus facciones son de gran apostura. La barba, la nariz recta, los nervios y llagas que se hacen visible por el exquisito arte manierista de su talla. Pero más allá, en términos de lo que se observa, parece un señor que sale a recorrer sus dominios para supervisar la marcha de los días. Pero, dado que lo han envuelto en un enorme lienzo blanco, también lleva la apariencia bondadosa y sabia de un viejo abuelo que sale al patio cubierto con un gabán. Un mayordomo salió previamente a pedir a todos los fieles que se arrodillaran. Su ¡de rodillas!, lacónico en el inmenso atrio no fue perentorio sino un mero recordatorio. ¡Como si fuera posible permanecer de pie!

Solo unos cuantos se resisten a doblar rodilla pero oportunamente se retiran a la parte posterior del atrio. Los arrodillados y los que están pendientes en el teléfono celular reciben de cualquier forma el envión de sensaciones que provoca la imagen cuando traspone su templo, su heredad. Inmediatamente estalla una salva de aplausos tan vibrante como espontánea. Los que baten las palmas buscan un asidero porque planea sobre este altolozano de Tepetlixpa un verdadero huracán de emociones encontradas. Los aplausos y el llanto, que se está llorando abundante, recio, sin pena alguna. No hay manera de expresar lo que sucede ni de explicar lo que dentro de uno se agolpa en la garganta y se obstina como un nudo fuerte y bien tensado. El Patrón, El Señor, El Jefe, el Innombrable, está cruzando el primer tercio del atrio. Su “cobija” blanquea tanto como la espuma y se contagia a la inmaculada camisa de cada uno de los hombres que han sido elegidos entre la multitud para que lo lleven a su nuevo, provisional hogar. ¿Qué sienten? Son hombres rudos, arraigados a su pueblo, su esencia puede ser apenas un poco más abierta y tolerante para con los demás; la visión que tienen de su cosmos puede ser inabarcable o bien, puede concluir apenas un par de metros pasando la bajada hacia Granera, pero ahí están, solemnes, con sus mejores intenciones y sobre todo, absortos, como si los moviera un imán o una cierta bobina intangible. Hacen su mejor esfuerzo para llevar el legendario peso en sus manos, el mismo que sus abuelos puntualmente les transmitieron en una hermosa plática: “pesaba tanto que tuvieron que ir a su pueblo por más gente, pero por más que cargaban no podían moverlo nada…”. Pero esta vez el Señor camina, e indica la dirección que deben seguir en su mano alzada, la única que no se ha resquebrajado por el frío que se comienza a sentir insidioso en la piel. Parece, en su lento y solemne andar, que nuestro gran abuelo, que ciertamente ha vivido mucho tiempo, tanto tiempo que no sabríamos decir cuánto, hace acopio de fuerza para ir al llamado de lo que aún tiene que vivir a favor nuestro.

Entra a la calle 5 de febrero, un ligerísimo descenso. Los chinelos que acudieron al llamado intentan hacer lo propio y su banda arranca con un son tranquilo y suave, pero nuevamente es un mayordomo el que los llama al silencio. El inexpugnable sonido del silencio rodea el viejo barrio de Panchimalco, hoy flanqueado por tiendas de abarrotes y costras de cemento. A mí me pareció que tan pronto comenzó a caminar el cortejo todo se volvió silente, que todo enmudeció por causa del enorme impacto que sobrecogió a los fieles. ¡La milagrosa imagen! ¡Recorre las calles! ¡Ha salido ya! El silencio revolviendo la memoria colectiva para que se hiciera una pregunta afirmativa: así debió de ser al principio. ¿Cuándo, cuál principio? Al principio, en la primera madeja que comenzó a tejer nuestra memoria. Así fue. Exactamente. Cuando la tarde se iba a dormir entre los cerros del Jardín, cuando los Mamahuaztlis Astillejos se abrían paso en el cielo; cuando el frío arreciaba con sus caricias acuchillantes. Así mismo. Sin importar las modas, el paso del tiempo, el asfalto que ahora cubre la calle arenosa. Así. La mano alzada, porque era una imagen de nazareno y desde luego traía cargando su cruz, pero que luego dejó en cierto rincón de su casa para usar el gesto como una proa que corta las corrientes de los sueños, necesidades y urgencias de un pueblo que se le entregó sin remilgos.

Silencio.

¿No ven que la sagrada imagen camina?

¿No entienden que el lenguaje de lo sagrado es el llanto?

¿No entienden que solo los más nobles pueden explicarlo?

Mientras corro por el lado norte del atrio para seguir el recorrido, una niñita de unos dos o tres años se suelta en un llanto tan hermoso que me contagia. No puede parar, simplemente no puede parar. “El santito, el santito”, repite entre sollozos que no son desde luego de miedo ni de angustia. Su llanto es un río que envuelve a todos por igual, a las señoras que aún usan soberbio rebozo, a las dueñas de las tiendas de abarrotes, que observan desde su ventana; a los adultos mayores del coro que tomados de las manos van flanqueando como valla humana el paso de la imagen. A los jóvenes, a los adultos, a los modernos, a los que para no llorar se aferran desesperadamente a su teléfono.

Yo tengo un nudo en la garganta. En dos ocasiones la mayordomía me ha hecho invitación para que le tome fotografías a la imagen y en ambas con circunspección me han advertido: “pide permiso”, “ojalá se deje”. Yo no quiero decir ni simular nada, pero el obturador de mi cámara Rihco, analógica y con película en blanco y negro, se atora. Reviso una y otra vez. No tiene el seguro puesto, no tiene falla, no debería tener falla alguna… pero simplemente se niega a obedecer. La cuelgo de lado y empuño la Canon digital. Mi mano tiembla. Intento tomar algún video pero el silencio, la fuerza, el llanto, el nudo en la garganta, todo me arrolla, me tiene atrapado. El Dulce Nombre de Jesús sigue impertérrito, la mano alzada, la cobija que es gabán que es lienzo.

Su solemne caminar no puede describirse ni aunque el dron sobrevuele haciendo espectaculares tomas del recorrido, porque su caminar no es metáfora, ni basta solo en imagen. Sobria y elegante caminata no requiere exabruptos ni excesos sino tan solo una acción: caminar, o mejor, “andar” como decían los viejos abuelos de este pueblo.

Andando como si nada, sereno, sin prisa.

Imponiendo silencio, que se replicó por el espacio, que acompañó al mudo que explicó el temblor y resguarda a las campanas de las torres fracturadas.

Andando.

Sin adornos ni distractores. Porque si nadie paró en ofrendas, si nadie llevó ramos de flores, si nadie convocó a la chirimía y el teponaxtle no hay culpa ni descargo puesto que no fue su Fiesta quien lo llevó a las afueras de su casa; no fue cuelga, pero tampoco había duelo. Solo era verlo, sentirlo, recordarlo. Regresar a nuestro origen, el suyo. Recordar lo que se ha transmitido de boca en boca: así anduvo, así salió del mesón de Felipe, “el de Chilinco”; así entró al corazón de la cara del cerro para quedarse, para aceptar la entrega amorosa, desbordada y en muchas ocasiones (las más) la absoluta entrega de un pueblo que confía más en esta espiritualidad porque es una fuerza viva, que en los escolios, a veces fríos, de los curas y las doctrinas.

Andando. Simple, sin adornos, sin ningún añadido especialmente hecho para la ocasión. Ni urna, ni palio ni poesía.

Sin jolgorio ni fiesta ni duelo.

Por eso, aunque iban los músicos cantando, solo retumbaba un silencio reverente, solo crujía el deslizar lento, lentísimo, de este acontecimiento extraordinario para nuestra generación. “Ya tenemos muchas cosas que contarles a nuestros hijos y nuestros nietos”, me dice la señora Nataly Torres. “Jamás pensé que algún día vería esto”, dicen al lado. Otros simplemente (y sabiamente) no dicen nada.

Andante, como la música. Y solo la mano manieristamente real, venas y huesos incluidos, pero sin cuarteadura de frío o de viento. Solo la corona más refulgente, la más sencilla de tres potencias doradas. Solo el camino de pétalos.

Solo la tradición.

Andante, solemne, quizá con ritmo. El ritmo de la antiquísima copla del infante don Pedro de Portugal que dice:

Amad a quien ama aquel que lo ama,

y jamás desama sin justa razón,

que mira lo vero, lo falso et derrama,

y faze sus bienes de grand perfeccion.

No da sus oydos a falssa ficción,

ni el su ser mortal, ni infinito:

a muy grandes culpas otorga perdón,

y no desampara al qu´es mas aflicto.


Al fin entró a su nueva casa. Ese día hubo varias fiestas en Tepetlixpa. No había mayor expectación, puede que no todos confiaron en las redes sociales. Puede que no a todos les movió tamaña explicación: hay que sacar a la imagen para que se pueda restaurar su templo.

No hubo sacerdote. Algunos desaprobaron francamente el hecho, “puede ser muy perjudicial para la imagen llevarla a un lugar húmedo…”.

Muchos tuvieron miedo. “¿Y si se pone pesado y no quiere que lo saquen?”, “Él dejó escrita una carta donde dice que no quiere irse de su casa”. “Eso de que va a salir está de verse, porque además, está enfermito”. Muchos dijeron que en realidad, no fueron muchos los que fueron, porque Tepe ya cada día es más grande y eran más bien pocos los que se arremolinaron en el atrio.

Otros pensaron que fueron dichosos, porque pese a llegar tarde, pudieron ver, íntegro, el extraordinario e inusual evento.

Muchos no han llegado hasta este párrafo, cansados de tanta palabra vana.

A fin de cuentas, la espiritualidad de una comunidad no requiere, que se sepa, de una forma específica o de un ritual puntilloso. Solo de una gran Fuerza que lo sacuda de vez en cuando, que sople fuerte pero sin apagar los escolios de su Tradición.

A fin de cuentas, Tepetlixpa sigue vivo.


Ni urna, ni palio ni poesía
  1. ¡El Señor, el Dulce Nombre de Jesús estaba por salir a la calle!
  2. 24 de enero de 1874
  3. El aire frío de Tepetlixpa recibe en pleno al Dulce Nombre de Jesús
  4. ¿No ven que la sagrada imagen camina?
  5. Tepetlixpa sigue vivo