El Miércoles de Ceniza en Amecameca
crónica de una tradición ancestral
Es el evento tradicional más grande de Amecameca, el mejor documentado e historiado por propios y extraños. Tiene una participación estimada de 60 a 100 mil personas: otro Chalma, según los más fervorosos, y al igual que el santuario del poniente mexiquense, una actividad comercial tan intensa que los pobladores del derredor opinan fustigando: “es que en Ameca no hay aspecto religioso, todo es comercial, todo es venta”.
Es el Miércoles de Ceniza, la celebración que da cierre a los carnavales, en tanto da paso a la Cuaresma católica. Un festejo ancestral que tiene por escenario el cerro del Sacromonte, congregando a miles de personas que acuden por diversos motivos, desde el estrictamente religioso hasta el comercial, pasando por un amplio desplegado de intereses donde lo mismo cabe el cumplimiento de ritos de inspiración indígena, los compromisos de la danza de conquista o inclusive la oportunidad de delinquir, amparados por las multitudes.
El Sacromonte bulle. Suben ríos de personas que acuden a la cita puntuales. Amecameca rompe su grisura y apresuramiento para dar paso a movimientos más cadenciosos y limpios. Al pie del danzante, el bordón del peregrino y el paso del comerciante que busca un lugar para dejar su camioneta. La actividad de esta pequeña ciudad se colapsa para dar paso a un tráfago de colores, vendimias y acentos. El sur, tan aparentemente lejano, llega con sus pies alados, con la camisa desabotonada y el sombrero de cintas negras cruzadas. Los huaraches, inimaginables para el frío de este valle, se funden a los empedrados. Las bocinas comienzan su vocinglera de productos milagrosos, que curan el dolor de cabeza, el maldito dolor, la ceguera de los ojos. Las carpas cubren una avenida. ¿Avenida?, ¿no gusano monstruoso que vomita dulces? Monstruo de mil tapices de nailon y con ulceritas titilando sus focos incandescentes para que la mercadería no pase desapercibida. Huele a carpa, a romeritos, al dulcísimo ligazón de la miel para el cacahuate: palanqueta le llaman. Huele por cierto a cerveza, su agrio aroma espumoso; a pulque, a todo tipo de deyecciones y polvo.
Nadie puede abstraerse de. Desde temprano los cohetones retumban hasta el volcán. Yo diría que reviven a los fantasmas de todos los combates que en ese cerro se libraron. Al primer cohetón han de despabilarse los guerrilleros de aquel famoso Fabre, azote de los conservadores. Se descuelgan de los pocos cedros que han sobrevivido la barbarie del olvido y buscan su montura. No hay nada. Se perdieron las jarcias, los quepís, las banderas y las proclamas. No hay más general ni capitán que los alborote, ya no hay causa que uncir. Liberales, conservadores, soldados de la leva, pueblerinos que defendieron su terruño de un tal emperador Maximiliano y otros que buscaban traerlo a los pies del Iztaccíhuatl. Pero no hay más guerreros. Son salvas de cuetes, un ensarte, un estruendo que despierta de mala forma a los habitantes de este pueblo. ¡Por qué carajo se tiene que hacer tanto ruido!, se quejan. Se han suspendido clases, se prohíbe la circulación por el centro, habrá basura por montón. ¡Es un escándalo! Las voces de esos inconformes no les impiden, sin embargo, buscar el comercio, abrir sus baños, sus regaderas, sus zaguanes. Vender a los fuereños todo lo que se pueda vender, todo lo que deje unas monedas. Pero ojalá pronto se acabe, es un fastidio, repiten mientras cuentan el número de morenos que han entrado al baño sin pedir papel.
El Señor del Sacromonte, el Jefe, se haya postrado en una urna preciosista empotrada en su cueva. Descansa de un sueño pesado y lo despiertan con un atronador sonido de ensartes y salvas. Afuera de su cueva están los hombres de su pueblo, sus protegidos, quemándole cuetes y movilizando las energías que su cerro cobija. En un instante la cifra de las fiestas de Cuaresma se ha de abrir y entonces la avalancha de personas inundará su atrio, tan solemne y frío durante el resto del año. Es una cita que no se ha interrumpido y que se continúa a lo largo de distintas épocas históricas, sin que nada lo pueda explicar, sin que haya por otro lado, alguna razón por la que se deba explicar. Cambio y permanencia, mano a mano: el inconsciente colectivo con sus arquetipos y los procesos violentos de la historia.
Por eso, lo que don Guillermo Bonfil escribió en 1969 aún puede tener su vigencia: “frente al palacio municipal se venden dulces y mameyes, y en la calle que va rumbo al Sacromonte hay una gran cantidad de puestos de dulce de cacahuate, otros con cestería, bisutería, jarciería, tlapalería varia, yerbas medicinales, incienso y copal; más adelante, en otra sección de este mismo tramo se hallan los comales y los molcajetes”.
Porque esta celebración se refunda constantemente, perpetuando su memoria a través de reacomodos en el conteo de los años, de nuevas fechas que fungen de marcador. Ya en 1584 se establece por primera vez el que se haya efectuado una ceremonia pasionaria, “el entierro de nuestro dios en Amaquemecan”, como rememoró Chimalpahin. Solo un año desde que los franciscanos hicieran lo propio en la ciudad de México, inaugurando este tipo de celebraciones. En 1588, apunta Antonio Rubial García, el Santuario ya tenía un vigor excepcional, que se vería mezclado con conflictos políticos y curiales hasta bien entrado el siglo XVIII, considerando que hasta 1687, el lugar estaba bajo el cuidado de la comunidad indígena de Amecameca.
Esto resulta interesante porque hacia 1777, don Lino Nepomuceno Gómez, párroco de Amecameca, encabeza un proceso en donde el Santuario comienza a ser arrebatado de la comunidad indígena para ser pasar al control directo del clero. Don Lino, de hecho, fue el primer párroco tras la secularización que expulsó de Amecameca a los dominicos. Y, según el valioso estudio de Rigel García, es a quien se deben las grandes obras del santuario, del empedrado al decorado de la cueva, y ni más ni menos, que el cerro comenzara a ser conocido como Sacromonte.
En estos momentos fundantes, sin embargo, existe la constante de que no se hayan dado cambios sustanciales al boato de las celebraciones, a la presencia masiva de indígenas y a toda la parafernalia del día. Agustín Dávila Padilla, cronista dominico del siglo XVI ya da cuenta de que al lugar venían gentes de la región circundante y entregaban ricas limosnas.
Hay que destacar por ello mismo, que todo el festejo tiene una notable continuidad que se va pasando de generación en generación sin que se entienda una ruptura. Por eso contamos con testimonios de todo tipo que refieren la majestuosidad e importancia de venir a Amecameca y subir el cerrito, junto con las truhanerías que también generó. En el siglo XIX, cuando se da un notable crecimiento de la celebración y del santuario, comenzaron a pulular historias y noticias de toda índole. En 1885, por ejemplo, al lado de un anuncio del famosísimo Circo Orrín, se denunciaba en El Tiempo, que en la ciudad de México había una cerería que anunciaba escandalosamente “es conveniente que pasen a visitar al señor del Sacromonte y sacarán de ventaja una reliquia”. La cerería en cuestión se llamaba, precisamente, “Señor del Sacromonte”, y usaba la extrema devoción del cristo negro para colocar sus productos. El airado cura de Amecameca y el capellán del santuario protestaron entonces públicamente para deslindarse de esa truculencia. “No se ha facultado a nadie para expender cera ni reliquias que pertenezcan al santuario”, puntualizaban.
En este 2017, por si la anécdota fuera poca cosa, se habla de un centenario de que la procesión se reanudó (siguiendo el análisis de Rigel García, podríamos poner que la procesión comenzó en 1580 de la mano de fray Juan de Páez, fundador de la cofradía del Descendimiento y Sepulcro de Cristo). Conversando con las personas más involucradas en el tema, acotan “los cien años es prácticamente el reinicio de la procesión. Pues el culto si lo tenemos con los franciscanos y posteriormente con los dominicos, pero el reinicio de la procesión, como la tenemos hasta nuestras fechas, pues son cien años”, apunta el señor Demetrio Sofronio Rueda Bernal, aduciendo que durante la Revolución, los conflictos hicieron imposible el efectuar la ceremonia con gran solemnidad. “Mi abuelita me contaba –agrega la señora Heliodora Sánchez Galicia, alabancera de exquisita plática- que durante la época de los cristeros tenían que bajar al Señor en la madrugada, a escondidas, para que las autoridades no se dieran cuenta”. Se sabe igualmente, que en 1914, en la base del Sacromonte había un cuartel de soldados carrancistas. El pueblo les pidió permiso para llevar a cabo la celebración y en efecto se la dieron, pero prohibiéndoles que quemaran cuetes de ningún tipo. Al término de los oficios, los soldados requisaron la banda de música para que amenizara su propio festejo. Se sabe de dicha anécdota porque algún licenciado local, entre iluminado y delirante, opuso un amparo en la Suprema Corte de Justicia, alegando la arbitrariedad de los soldados, la violación a las mismísimas garantías de los amecamequenses.
Las fechas podrían multiplicarse y pese a los estudios sobre el lugar, desde el emprendido por el injustamente olvidado don Fortino Hipólito Vera, por Salvador Plancarte Escalante, por Juan Medina o los actuales de cuño académico de Rigel García, Antonio Rubial, Tomás Jalpa o Margarita Loera, en realidad existen muchos fragmentos que aún flotan en el aire. El Señor del Sacromonte, el Jefe, se recuesta sobre sus ropajes damasquinados con un gesto que se impone sobre todos los intereses de las personas. Nos contempla desde la altura de sus más de cuatrocientos años de observar los afanes y las frustraciones, las impertinencias y egocentrismos de los que pretenden conocer el todo de su biografía.
Como en toda historia hay detractores y palafreneros. En proporción a las pretensiones citadinas de Amecameca, muchas personas encuentran chocante y enojoso el despliegue de la celebración. El tráfico interrumpido, la quema de cohetones, las multitudes inundando las calles, las frustraciones del que puso algún negocito y no vendió nada. Pero en contraparte también hay un grupo de habitantes que se echan al hombro el mantener las tradiciones contra viento y marea. Para ellos, lo mismo sirve la devoción personal, la fe de sus mayores que la más puntillosa conciencia histórica. Puede que de hecho sean las tres cosas al mismo tiempo. Efraín Montes de Oca, miembro de la Hermandad del Señor del Sacromonte, que desciende a la imagen para su procesión, es un hombre fornido que da la impresión de ser de una sola pieza, enérgico y vital. Pero en las penumbras de la madrugada, después de haber llevado la urna al lugar destinado a la veneración colectiva, me refiere con los sentimientos a flor de piel “no tienes idea de todo lo que se siente estar aquí, de todo lo que para mí significa”. El cristo negro en andas ha salido de su cueva. Los devotos que lo llevan en andas, no importando otra cosa que su fe, le dan un año más a la centenaria tradición.
Pero qué es y en qué consiste exactamente esta tradición. En realidad son muchas tradiciones que convergen en un sitio y en una imagen. Para la Iglesia es una práctica de uno de los santuarios más importantes del valle de México, el inicio solemne de la Cuaresma. Para los concheros, es el compromiso de acudir al “primer viento”, del mismo Valle de México, el inicio ritual de las ceremonias de cuño agrícola. Para los creyentes, peregrinos y devotos, es el cumplimiento de una manda cuyo fervor es inenarrable. Se ha creado una Hermandad del Señor del Sacromonte que solemnemente “baja” a la imagen del cerro a la parroquia de la Asunción, en la plaza central del pueblo, cuidando aspectos logísticos, de seguridad y de participación, pues como señalan con gran optimismo “ya son tres años los que permitimos que las mujeres también puedan cargar al Señor”.
Para la historia, en fin, es sobre todo una continuidad, como me relataba hace años Tomás Jalpa, en el hecho de que los comerciantes y sus vendimias de hecho podrían ser extensiones de los tributos que se recibían en el antiguo Amaqueme; y entonces, las piedras, las cestas, las semillas y los frutos, sin importar que ahora sean molcajetes con forma de marranito o palanquetas, vendrían continuando una práctica ancestral que reúne a las tierras norteñas con los vientos de los sureños en Amecameca.
Charlando con Gerardo Páez y Roberto Conde, de la Asociación Civil Chalchimomozco, un organismo comunitario que ha rescatado y mantenido la integridad del cerro del Sacromonte, me refieren que, por si fuera poco, también hay una tradición con mayúscula, esas prácticas de la sabiduría ancestral que se mantienen en la oralidad de un pueblo y que afianzan la relación del hombre con el paisaje. “Las mandas representan parte de una cosmovisión muy antigua”, dice Gerardo, danzante de vocación. Me platican de las prácticas del Amecameca pueblerino, de esa comunidad que sigue haciéndose presente en una serie de costumbres que quizá sean las más desconocidas para otras comunidades de la región, si no es que para buena parte del Amecameca suburbanizado de este siglo XXI.
Antes del Miércoles de Ceniza, los cuatro domingos previos, se llevan a cabo misas a cargo de lo que vendrían siendo los gremios históricos del pueblo. No son sin embargo las actividades físicas como los simbolismos rituales. “Primero están los campesinos del barrio de Atenco, luego los faroleros, los trementineros y por último la música, la Asociación de la Paz”. Me hacen ver que si observamos atentamente, las faenas que realizan en el cerro son calca de lo que un tiempero haría en los calvarios y lugares sagrados de la montaña. “Fíjate, los campesinos de hecho vienen a limpiar y sahumar el cerro, luego vienen a ponerle la luz, como si le pusieran sus velas a la montaña, y luego, por último, la música, los chirimilleros, que le dan la parte festiva”. En conjunto, las “misas de carnaval”, de las que hablan los viejos abuelos de Amecameca, tendrían por objeto hacer la petición del agua. “Yo una vez le pregunté a unos viejitos, de por Hidalgo o Querétaro, no recuerdo bien dónde, ¿bueno, y ustedes a qué vienen?, y me respondieron, ‘pues a traer el agua, a traer el agua’. Vienen de muchos lados, de muy lejos, y vienen a eso, a pedir por el agua”, aclara Roberto Conde.
“Alrededor de la Fiesta del Señor del Sacromonte sí se encierra una tradición muy antigua que sobrevive prácticamente por sí misma”, agrega Gerardo. Luego, me siguen platicando, que si se siguieran todas las prácticas, entonces tendríamos que abrir un amplísimo panorama para dar cabida a las particularidades, a las devociones, a las continuidades y las refundaciones. Los chirimiteros de Huehuecalco, que vienen caminando desde su pueblo y guardan su estandarte toda la cuaresma en la parroquia de la Asunción, las procesiones de Hidalgo, que acompañan su ascenso al cerro con danzas y música de violín (“cargan sus demanditas con unas capas y hacen mucha reverencia en las estaciones… pues, ¿no así cargaban, en mantas, los indígenas a sus dioses?”), las mandas que vienen de Texcoco, encargadas de vestir a la imagen, los sucedidos, mitos y leyendas que se han generado alrededor de la misma tradición. Las alabanzas y sus alabanceros.
El Miércoles de Ceniza, junto y con el Señor del Sacromonte desde y en su cerro sagrado, resultan a fin de cuentas una sola unidad, un solo gran evento magnificado y magnífico. Rigel García logra sintetizarlo en un pasaje de su imperdible estudio:
La obra opera al mismo tiempo como guión y teatro, referente y presencia: la imagen de culto es también un lugar cultural, llamado a reintegrar órdenes y legitimar estructuras. En ciertos casos su eficacia proviene no solo de una manifestación milagrosa, sino de su relación con otros registros que establecen, en conjunto, un discurso mayor y coherente con los intereses e inquietudes de una comunidad. Detrás de una imagen-agente, otros agentes consolidan y potencian su eficacia compartida. (p. 37).